Artículos recomendados de J.de D. Colmenero y F. Vallespín




https://www.diariosur.es/opinion/aprender-crisis-aceptar-20200614001038-ntvo.html

 

 

Aprender de la crisis y aceptar lo obvio

 

LA TRIBUNA. DIARIO SUR

 

La aparición de la devastadora pandemia nos ha puesto delante de los ojos la enorme vulnerabilidad de las sociedades actuales ante la patología infecciosa

 

JUAN DE DIOS COLMENERO. EXJEFE DE SERVICIO DE ENFERMEDADES INFECCIOSAS DEL HOSPITAL REGIONAL DE MÁLAGA.




Es un hecho poco discutible que los microorganismos nos precedieron y nos sobrevivirán. Los avances tecnológicos de las últimas décadas nos han dado una falsa sensación de seguridad en lo que a las enfermedades infecciosas se refiere. De forma sorprendente y poco reflexiva, parece haberse olvidado, que hasta mediados del siglo XX las enfermedades infecciosas fueron la primera causa de morbimortalidad del ser humano.

 

Tras el descubrimiento y producción industrial de la penicilina, la distribución amplia de programas vacunales y la disponibilidad de antimicrobianos eficaces frente a la tuberculosis, se despertó una ola de euforia tal que Sir Frank MacFarlane, premio Nobel de Medicina en 1960, llegó a asegurar que «los últimos años del siglo XX serían testigos de la eliminación virtual de las enfermedades infecciosas como factor significativo en la vida social». ¿Quién podía dudar de la predicción de un premio Nobel galardonado además por sus aportaciones sobre la tolerancia a los tejidos trasplantados? El amplio eco de aquella errónea y temeraria predicción motivó el cierre de varios departamentos de Enfermedades Infecciosas en EE UU y de la congelación de muchos programas preventivos, como el antituberculoso de la ciudad de Nueva York. Bastaron escasos años, para que la alta morbimortalidad que provocaban las infecciones en los propios pacientes trasplantados y la eclosión de la pandemia VIH/SIDA, aclararan al profesor MacFarlane la magnitud de su entelequia.

 

En 2004 la prestigiosa revista 'Nature' publicó que desde la segunda mitad del siglo veinte han emergido o reemergido 335 enfermedades infecciosas y que tras las cardiovasculares, las enfermedades infecciosas, con más de 19 millones de muertes anuales, seguían siendo la segunda causa de mortalidad en el mundo. Conscientes de la magnitud, y la complejidad de la información acerca de las enfermedades Infecciosas emergentes, un nutrido grupo de clínicos y microbiólogos de nuestro país fundaron en 1981 la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC), con los objetivos básicos de dar la mejor respuesta profesional a las crecientes demandas asistenciales en el Área de Conocimiento de la Patología Infecciosa, a la vez que promover, fomentar y difundir el estudio, la investigación y la docencia de las Enfermedades Infecciosas y de la Microbiología Clínica.

 

En este nuevo milenio que apenas ha superado la pubertad, ya hemos vivido gravísimas epidemias, algunas de ellas con carácter pandémico, como el SARS, MERS, Influenza H1N1, Zika, y Chikungunya entre otras. Ciertamente todas ellas han tenido gran repercusión mediática, pero escaso o nulo sentimiento de vulnerabilidad por parte de la población de los países desarrollados. Ha sido la aparición de la devastadora pandemia producida por el nuevo coronavirus y sus incalculables repercusiones socioeconómicas, la que nos ha puesto delante de los ojos la enorme vulnerabilidad que las sociedades actuales tienen ante la patología infecciosa y de que no existe ninguna emergencia que provoque más alarma social que una infección altamente trasmisible.

 

Existen algunas evidencias que permiten intuir que el SARS COV-2 nos dará una tregua en los próximos meses, porque el aumento de la temperatura media diaria, de la humedad relativa y de la radiación ultravioleta son factores que dificultan su persistencia en el medio y su viabilidad. No será posible evitar rebrotes localizados, ni tampoco descartar una segunda ola epidémica, pero sí que existen datos para creer y así ha sido publicado recientemente en la revista 'Cell', que aunque la inmunidad serológica de grupo parece de momento baja, un porcentaje no despreciable de la población no infectada posee una inmunidad celular parcialmente protectora secundaria a infecciones banales previas por otros virus de la familia Coronaviridae.

 

Es arriesgado y poco realista sostener que para afrontar de forma integral brotes epidémicos o pandemias tan graves como la del SARS COV-2, en el futuro, bastará con potenciar nuestra red actual de Alertas y Control. Son necesarios laboratorios de Microbiología perfectamente dotados y permanentemente actualizados, así como clínicos muy experimentados en diagnóstico y tratamiento de enfermedades Infecciosas que coordinen el ámbito asistencial.

 

La patología infecciosa, como las neurociencias o la patología cardiovascular, es una amplísima Área de Conocimiento, que se ocupa de la epidemiología, patogenia, expresión clínica, diagnóstico diferencial y tratamiento de centenares de enfermedades, muchas de las cuales, por su escasa incidencia, alta complejidad o gravedad es imposible de abarcar desde perspectivas generalistas. Sorprendentemente nuestra administración sanitaria nacional ha ignorado tradicionalmente este enfoque propugnado desde SEIMC y ha adoptado una actitud contemplativa, sin crear los mecanismos que garanticen a futuro la formación y el relevo generacional de los profesionales que precisa una asistencia, docencia e investigación a la altura del reto que representan las enfermedades infecciosas en el siglo XXI.



Sócrates ‘on line’

 

Fernando Vallespín. Publicado en El País



 

Esto no es una columna de política nacional, es un desahogo. Lo que la ha provocado es la covid-19 y sus efectos sobre la educación. Más específicamente, la emigración del sistema educativo a la Red. Como con tantas otras cosas, esta situación de necesidad nos ha hecho tomar conciencia explícita de algo que estaba ya latente. Me explico. Este mismo curso, en la fase todavía presencial, un alumno me dijo que por qué les exponía teorías que podían encontrarse en Wikipedia, que hiciera otra cosa. Un tanto perplejo le respondí que todo estaba en la Red, y que por esa regla de tres no hacía falta que viniera a la universidad. Otros alumnos te corrigen en clase porque mientras hablas leen en Internet algo sobre el tema de la explicación y resulta que no acaba de coincidir con lo dicho. O sea, que el profesor pierde su aura, deja de ser el monopolizador de todo un conjunto de saberes y se limita a ejercer de mero gatekeeper, filtrador de esos conocimientos a los que ellos pueden acceder por sí mismos, aunque no los sepan ordenar. Y la universidad se reduce a agencia de acreditación, se limita a expedir títulos refrendando que alguien tiene conocimientos suficientes para poder ejercer después una profesión. Pero son conocimientos abiertos a todos, pueden adquirirlos sin haberla pisado.

 

Estábamos en eso cuando a todos nos subieron a la Red. Por una parte, sirvió para quitarnos las caretas: todos somos sintetizadores de conocimientos y ellos, los alumnos, sus consumidores. Por otra, sin embargo, empezamos a recordar que la enseñanza es algo más, y que es incompatible con hablar a una pantalla; que las clases no se dan, se representan; que el profesor es un actor que en cada clase escenifica la materia sobre la que habla, contribuyendo así a dotarla de corporalidad; que necesita ver el impacto de lo que dice sobre las caras de los alumnos, y que estos precisan también tenerlo enfrente y sentirse junto a sus compañeros; que esa mezcla de voz, imagen, interacción, performatividad, comunalidad, debate, humor, es lo que al final sirve para inocular el interés por el conocimiento, la curiosidad intelectual. ¿A quién no le ha cambiado la vida algún profesor precisamente por esto? ¿Y quién no ha aprendido de la comunicación con sus compañeros casi tanto o más que del mismo profesor? A opinar, a discrepar, a trabajar en equipo, a medir sus propias fuerzas, a acercarse más al ideal del ciudadano comprometido.

 

¿Sabían que cualquier profesor puede avanzar en la escala universitaria hasta llegar a catedrático sin tener que hacer una sola presentación oral ante un tribunal? Pues sí, esos atributos de los que antes hablaba parece que no importan, hace tiempo ya que hemos expulsado a Sócrates, el maestro inquieto por antonomasia, de la universidad. Este decía que solo sabía que no sabía nada, pero, como nos advierte Ortega, es “un no saber algo que hace falta saber”. Lo importante no es que los estudiantes sepan más o menos, es que les pique el gusanillo por ampliar y disfrutar de sus conocimientos. Aquel alumno tenía razón, la universidad tiene sentido cuando sirve para algo más que para sintetizarnos lo que en todo caso está disponible en la Red. Pero para ello hace falta que tanto ellos como nosotros, los profesores, nos bajemos de ella y recuperemos esa vocación socrática que hemos perdido entre tanta alienación burocrática.

 

 

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