La lengua del destierro. W. Gallardo


La lengua del destierro

Walter Gallardo 

(Publicado en La Gaceta. Tucumán-Argentina)

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Kafka, Nabokov, Conrad, Zweig y Némirovsky debieron construir su literatura en idiomas distintos al materno. “Estoy encarcelado en un idioma que no puedo usar” escribió Stefan Zweig.

   

JOSEPH CONRAD. Aprendió el inglés a los 20 años. “Si no hubiera escrito en inglés, no habría escrito en absoluto”, dijo.


“Ayer se me ocurrió que no siempre había querido a mi madre como ella lo merecía, y como yo podría haberlo hecho, sólo porque la lengua alemana me lo impidió”, confiesa Franz Kafka en su diario. Escribir en ese idioma, y relegar el checo, no sólo cercenaría la expresión de sus afectos, sino que lo convertiría en un escritor extranjero en su país, por entonces parte del Imperio austrohúngaro. A esta circunstancia, de alguna manera escogida por él, se sumaría la prolongada proscripción que sufrió durante décadas a manos de ese hipócrita y peligroso orgullo patrio de las sociedades llamado “nacionalismo”, es decir, la agresiva exaltación de una añoranza, de una versión fantasiosamente heroica del pasado.

Aún hoy Kafka sigue siendo un forastero en la República Checa, según su compatriota, Monika Zgustova, autora de Soy Milena de Praga. En realidad, “nunca ha sido profeta en su tierra -asegura-, salvo como reclamo turístico banalizado”. El uso del alemán en sus obras sirvió además de excusa a los críticos, y en particular al poder político, en el intento de acallar lo que sus ficciones revelan: una clara descripción de los autoritarismos. Actualmente, sus libros podrían ser interpretados como una profecía de los tiempos oscuros que sucedieron a su muerte (no hay que olvidar que una gran parte de su familia sería asesinada por el régimen nazi) y también del momento actual, en el que cada individuo es objeto, de una forma u otra, de una estricta vigilancia, o víctima de un mundo con reglas absurdas y despóticas, tal como los personajes kafkianos, frágiles, triturados por una maquinaria incontrolable y degradante.

Tragedia personal

¿Qué tipo de desarraigo sufre quien decide o es empujado por alguna razón a escribir en una lengua ajena? Bien lo sabía Vladímir Nabokov, autor de esa obra maestra titulada Lolita (una de “las más sutiles y complejas creaciones literarias de nuestro tiempo”, según Mario Vargas Llosa). Escribió esta novela monumental en inglés, con un dominio exquisito de la lengua, y solo doce años más tarde la traduciría él mismo al ruso. A pesar del éxito comercial y el reconocimiento público y admiración entusiasta de autores como Graham Greene, Nabokov confesaría que abandonar su idioma había sido su única tragedia personal. Pero precisamente esa renuncia y la estructura de la historia fecundarían la calidad de su trabajo. El novelista Antonio Muñoz Molina, admirador incondicional de Nabokov, observó que si bien “gran parte de su maestría radica en la prodigiosa voz narrativa, el manejo del idioma resulta insuperable: un inglés limpio y preciso”. Del mismo modo, Javier Marías señalaba: “es la novela más melancólica, elegante y lírica de cuantas he leído”. Sin embargo, Nabokov, prudente ante los elogios, respondería que había escrito aquel libro “por el placer y por la dificultad”. Y agregaría dirigiéndose a sus críticos: “No tengo ningún propósito social, ningún mensaje moral (…) simplemente me gusta componer enigmas con soluciones elegantes”.

Un polaco en sus tinieblas

Joseph Conrad asumiría también la desafiante y colosal tarea de escribir su obra en inglés. No era su segunda lengua sino la tercera: polaco de nacimiento (su ciudad, Berdichev, cuna también de otro escritor famoso, Vasili Grossman, pertenece hoy a Ucrania), se desenvolvía en las cuestiones más cotidianas en francés. ¿Cómo llegar a las profundidades de una historia como El corazón de las tinieblas en un idioma que comenzó a frecuentar a los veinte años? En Crónica personal, Conrad explica: “Tengo la extraña y abrumadora sensación de que siempre ha sido una parte inherente de mí (…) si no hubiera escrito en inglés, no habría escrito en absoluto”. Pese a su determinación y a que llegó a publicar dieciocho novelas, veintinueve cuentos, además de adaptaciones teatrales y ensayos, su acento y su pronunciación jamás dejarían de delatar al extranjero que había detrás.

Prisión lingüística

Por su lado, en su largo peregrinaje de exiliado, el escritor austríaco Stefan Zweig, decía desde Inglaterra: “Estoy encarcelado en un idioma que no puedo usar” refiriéndose al inglés. Su hogar era el alemán y en él encontraba el modo de nombrar el dolor, los afectos, los sueños y la nostalgia por ese mundo perdido al que llamó El mundo de ayer. Como una paradoja, quienes lo habían privado de su lengua eran quienes también la hablaban. A partir de 1933, cuando sus libros comenzaron a arder en las hogueras nazis, debió despedirse de todo lo que había amado y, sobre todo, de su orgullo europeo, herido por la barbarie. Nunca más volvería a su Viena natal. “No somos sino fantasmas y recuerdos”, le confesó al periodista Joseph Brainin, mientras su amigo Joseph Roth le escribía en una carta: “La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”. En su final errante, Zweig se quitaría la vida rodeado de la música de otro idioma con el que no tenía la más mínima familiaridad: el portugués. Fue en Petrópolis, Brasil, en 1942.

Rescate póstumo

Mientras tanto, en esas primeras décadas del siglo XX, la escritora Irène Némirovsky, nacida en Kiev e instalada en París junto a su familia, como tantos otros rusos blancos perseguidos por la revolución bolchevique, resolvería vivir, amar, escribir y finalmente morir en la lengua del destierro: el francés, una de las seis que dominaba. Sin embargo, Francia no la correspondería con el mismo cariño y durante el gobierno títere de Vichy le denegaría la nacionalidad por su origen judío. En 1942, una delación la dejó al descubierto en su huida de París y acabó en Auschwitz. Su nombre y su obra habrían pasado al olvido si no fuera por su hija Denise Epstein, quien, 60 años después, iba a rescatar entre los papeles de su madre una novela escrita con una letra pequeña y apretada en cuadernos de tapas negras. En la caligrafía y en la historia se advierte la urgencia de dejar testimonio de lo que ocurría a su alrededor, al tiempo que intentaba salvar a sus dos hijas dejándolas al cuidado de unas monjas católicas convencida de que ella y su marido serían detenidos en cualquier momento. La tituló Suite Francesa. Se publicó en 2004 y fue traducida a 36 idiomas. Némirovsky retrata allí, con espíritu crítico, el cinismo del pueblo francés ante la ocupación alemana. Su “patria”, sin dudas, la había abandonado. Antes de subirse al tren de la muerte, alcanzó a escribir una última carta dirigida a sus hijas y a su marido, Michel Epstein. En ella les dice: “Creo que partimos hoy. Valor y esperanza. Os llevo en el corazón, cariños míos. Que Dios nos ayude a todos”.

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