Tres artículos muy recomendados. A. Diéguez; F. Soriguer; A. Muñoz Molina


A continuación os recomiendo la lectura de estos tres artículos

1)

https://letraslibres.com/revista/ciencia-y-filosofia-una-dicotomia-de-corto-alcance/

 

Ciencia y filosofía: una dicotomía de corto alcance

 

Por Antonio Diéguez. Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia. Universidad de Málaga

 

La ciencia y la filosofía son discursos distintos, pero no opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Su supuesta rivalidad es reciente y una revisión histórica nos muestra el provechoso diálogo que han mantenido desde los tiempos de la Revolución científica




 

En la época en la que se asegura que ha caído un buen puñado de las viejas dicotomías que sustentaron la modernidad, hay una que, pese a lo que se repita en los discursos protocolarios, sigue bien firme y consolidada. Es la dicotomía ciencias/humanidades, que el novelista y químico inglés Charles P. Snow bautizó como “las dos culturas” en su conocida conferencia de 1959, y que sigue siendo la base de nuestra educación y de nuestra vida cultural.

Algunos piensan que su origen es antiguo: que Sócrates era de letras y Aristarco o Arquímedes eran de ciencias, o que el trivio y el cuadrivio medievales ya consagraban la división. Un juicio así peca, no obstante, de anacronismo, aunque solo sea por el hecho de que es una cuestión controvertida si podemos hablar de ciencia en sentido estricto en época tan temprana.


En el siglo XVII, en la época de la Revolución científica, las distinciones no eran tan nítidas como ahora nos parecen. A veces se olvida que el padre de la filosofía moderna, René Descartes, era también matemático y físico. De hecho, sus ideas sobre física estuvieron vigentes en Francia hasta que en el siglo XVIII Voltaire divulgó en su país la física de Newton, después de que se la explicara con detalle su compañera y amante Émilie du Châtelet, que es quien realmente entendía las matemáticas de Newton y estaba traduciendo al francés su obra principal, los Principios matemáticos de la filosofía natural

Se olvida no solo que Descartes fue el creador de la geometría analítica, sino que su famosa obra Discurso del método, publicada en 1637, con la que se dice que comienza la filosofía moderna, era una especie de introducción metodológica a tres breves tratados científicos: “La dióptrica”, “Los meteoros” y “La geometría”, que, como se explica en el título, “son ensayos de este método”. Hoy en día, sin embargo, rara vez se publica junto a esos tratados, dando así la falsa impresión de que era un libro independiente dedicado solo a la filosofía, una crítica de las ideas de la escolástica y una búsqueda de los criterios para un conocimiento cierto.


Tiende a olvidarse igualmente que Leibniz fue un gran matemático y que, además de mantener una conocida polémica epistolar con Samuel Clarke, portavoz de Newton en este caso, sobre los problemas de las nociones de espacio y tiempo absolutos, de la gravedad como misteriosa acción a distancia y de la noción de vacío, sostuvo una agria disputa con el propio Newton acerca de la prioridad en el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Y se omite que la Crítica de la razón pura de Kant, una de las cumbres del pensamiento filosófico, tenía como propósito central indagar sobre las condiciones de posibilidad de un logro tan sólido en el conocimiento humano como fue la mecánica de Newton, teniendo en cuenta que Hume había argumentado que ningún conocimiento basado en la experiencia podría aspirar a tal grado de firmeza epistémica. Kant mismo hizo en su juventud algunas aportaciones significativas a la ciencia, como que el sistema solar se formó a partir de una nube de gas y que este tipo de proceso tenía lugar en todo el universo. Sostuvo que la Vía Láctea era un disco en rotación de estrellas cuyo origen pudo ser también una nube de polvo y que otras nebulosas distantes, como Andrómeda, eran sistemas de estrellas (Humboldt los llamó universos islas y hoy los llamamos galaxias) similares a nuestra Vía Láctea.


En inglés, el término “ciencia” (science) fue tomado del francés en la Edad Media con el significado de conocimiento riguroso, sistemático y demostrado deductivamente a partir de primeros principios, como en la geometría de Euclides.

 

Con la excepción de Roberto Grosseteste en el siglo XIII, que sugiere que el experimento controlado puede tener un cierto papel en la investigación como método demostrativo, este fue el concepto de ciencia que se aceptó hasta que Bacon defendió la inducción frente a los métodos deductivos de la escolástica en su Novum organum, publicado en 1620. El ideal demostrativo siguió vigente durante un tiempo (por ejemplo, en Galileo, aunque con empleo de las matemáticas), pero fue cediendo el paso lentamente en los dos siglos posteriores a una visión de la observación y la experimentación que reconocía el carácter hipotético de sus resultados.

 

En cuanto al término “científico”, existía en latín como adjetivo. Lo utiliza Boecio en su traducción de Aristóteles. Sin embargo, como sustantivo para nombrar a lo que hasta entonces venía denominándose “filósofo natural”, “filósofo experimental” u “hombre de ciencia”, lo introdujo en la lengua inglesa el historiador de la ciencia y filósofo William Whewell en 1834, en la breve descripción que hizo de un debate en la British Association for the Advancement of Science que tuvo lugar un año antes. La idea era tener un vocablo preciso y con una terminación que siguiera la pauta de “artista”, “economista” o “ateo” (el término inglés scientist tiene, en efecto, la misma terminación que artisteconomist o atheist). La propuesta, sin embargo, no fue bien recibida en absoluto. Como cuenta la historiadora Melinda Baldwin, muchos siguieron prefiriendo durante bastante tiempo la expresión “hombre de ciencia” (man of science) en oposición a “hombre de letras” (man of letters). Aquí encontramos, pues, aceptada de forma expresa esa dicotomía de la que hablamos.


El término “científico” no se impuso sino hasta la década de 1870, y principalmente fue en Estados Unidos. Entre los ingleses se consideró erróneamente que el término era un americanismo “innoble”, como lo calificó el Daily News en septiembre de 1890. Todavía en 1924 la revista Nature, que seguía evitando su uso, hubo de consultar entre lingüistas e investigadores si debía aceptarlo en adelante, y la decisión del editor fue no hacerlo, aunque no prohibiría que los autores que enviaran artículos lo emplearan. En este rechazo, Nature no estaba sola; otras instituciones, como la Royal Society, tampoco lo admitían. Puede parecer sorprendente, pero su uso no se generalizó como correcto hasta después de la Segunda Guerra Mundial.


Todo esto nos indica que la oposición entre las ciencias y las letras (o humanidades) no empezó a adquirir los tintes dicotómicos tan marcados que ahora tiene hasta bien entrado el siglo XIX. Tuvo mucho que ver en ese distanciamiento la creciente especialización de las ciencias, debido a la imposibilidad de abarcar todos los avances que comenzaban a producirse en los distintos campos, y su institucionalización en diferentes departamentos, administrativa y localmente separados, en las reformadas universidades que iban creándose por toda Europa, sobre todo en Alemania, Francia y Gran Bretaña. Un factor fundamental fue la profesionalización de la ciencia, cuyos inicios hay que situar también en ese momento y que hizo de la formación científica una exigencia que reclamaba una exclusividad casi total debido a su rigor.


Pero ¿cuál es la situación actual? ¿Hay realmente visos de debilitamiento de esta dicotomía, como a veces se dice? Para responder a esto, me centraré en el caso de la filosofía, que es el que mejor conozco. Es innegable que algunas corrientes filosóficas marcaron claras distancias con la ciencia a lo largo de los siglos XIX y XX, en especial en los países de habla no inglesa; no obstante, la filosofía ha mantenido siempre corrientes de pensamiento que se consideraban ligadas a la ciencia, que buscaban recibir su influjo y que incluso, en ocasiones, pretendían hacer aportaciones que fueran útiles a la propia ciencia. En la actualidad designamos a esas corrientes bajo el apelativo de “naturalistas” y tienen una notable fuerza en el ámbito cultural anglosajón.


Es posible que la mencionada pretensión de hacer aportaciones útiles a la ciencia desde la filosofía suene a algunos a aspiración desmedida. Sin embargo, por modestas que sean, estas aportaciones han existido. La lógica matemática, que tiene como pioneros a los filósofos Gottlob Frege, Bertrand Russell y Alfred North Whitehead, fue pieza fundamental en el desarrollo de la teoría de la computación y de la inteligencia artificial. En este campo de la inteligencia artificial, las críticas de Hubert Dreyfus a las ideas vigentes en los años sesenta y setenta –la IA simbólica–, basadas en la filosofía de Heidegger y de Merleau-Ponty y en la importancia que ambos otorgaron a la interacción corpórea con el mundo, contribuyeron de forma indirecta a allanar el camino de la robótica situada.

En el desarrollo de la psicología cognitiva fue muy importante el funcionalismo, apadrinado por los filósofos Hilary Putnam y Jerry Fodor. A este último debemos también la influyente teoría de la modularidad de la mente. Y, entre otras cosas, la psicología le debe a Daniel Dennett la idea de que la capacidad para atribuir creencias falsas a otro sea un criterio clave para considerar que una persona (o animal) posee una Teoría de la Mente (ToM).


Por su parte, la filosofía de la biología, que desde hace ya cuatro décadas se ha convertido en una de las ramas más activas de la filosofía de la ciencia, ha contribuido a clarificar bastantes cuestiones biológicas, como los diversos significados que encierran los conceptos de “especie”, “aptitud o eficacia biológica” (fitness) o “gen”, o el papel que la selección de grupo ha podido jugar en el surgimiento de la conducta altruista, o la plausibilidad del determinismo genético. En ocasiones, estas contribuciones han sido el resultado de una colaboración explícita entre profesionales de la filosofía y de la biología.

Añadamos a esto que los problemas éticos y sociales suscitados por el desarrollo de campos tecnocientíficos, como la ingeniería genética, la biología sintética o la inteligencia artificial han hecho que vuelva a estimarse como necesario un acercamiento entre las ciencias y las humanidades.


La tesis central del naturalismo filosófico es que no hay una discontinuidad esencial entre ciencia y filosofía, sino que más bien hay una continuidad de fines y métodos entre ellas (aunque no identidad). La ciencia no solo no sería lo contrario de la filosofía, ni, como pensaba Stephen Hawking, habría acabado con la filosofía, sino que cuanto más y mejores teorías científicas tenemos, más problemas filosóficos surgen en torno a los supuestos que esas teorías asumen o a las características que atribuyen a la realidad.


¿Es esto realmente defendible? ¿Existe esa continuidad de objetivos y de métodos entre ciencia y filosofía? Vayamos a la cuestión de los objetivos. ¿Cuáles son los de la ciencia? No es fácil determinarlos con exactitud, pero espero que se me acepte que en la ciencia actual estos serían algunos de los más importantes: 1) explicar, comprender y predecir fenómenos; 2) determinar qué tipo de entidades y procesos explican el funcionamiento del universo; 3) crear conceptos y herramientas matemáticas de utilidad en dichas explicaciones; 4) encontrar regularidades en los fenómenos (de ser posible, en forma de leyes matemáticas); 5) buscar teorías crecientemente comprehensivas y coherentes; 6) servir de base al desarrollo tecnológico. No niego que habría muchos más que añadir si vamos a los detalles de las diferentes ciencias, pero estos son comunes a muchas de ellas, aunque con excepciones.

No más fácil resulta dilucidar qué fines pueden atribuirse en la actualidad a la filosofía, pero ya puestos me atrevo a sugerir que habría que distinguir dos tipos fundamentales: los fines interpretativos, que tienen que ver con el conocimiento de la realidad, y los fines normativos, que tienen que ver con la defensa de lo que se considera valioso y las razones que se dan para ello.


Entre los fines interpretativos me parecen destacables los siguientes: a) crear, aclarar y mejorar conceptos e ideas; b) formular nuevas preguntas sobre diversos aspectos desatendidos de la realidad; c) analizar críticamente los presupuestos filosóficos (premisas ocultas) en todo tipo de creencias; d) ayudar a construir una visión coherente de la realidad (“hacernos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida”, que decía Unamuno); e) indagar sobre la condición humana y sobre “el puesto del hombre en el cosmos”; f) indagar sobre la naturaleza y los límites del conocimiento y sobre las implicaciones que deben extraerse de conocimientos aceptados; g) imaginar formas alternativas en que podrían ser las cosas (utopías sociales, mundos posibles, formas alternativas de arte, formas alternativas de ser humano, etc.).

En cuanto a los fines normativos, cabe citar estos: h) proponer metas culturales, éticas, sociales y políticas; i) criticar las instituciones sociales vigentes (crítica social y cultural); j) establecer las formas del razonamiento correcto, así como los criterios para el conocimiento garantizado y para la crítica racional; k) prescribir nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás seres vivos y con las cosas.


¿Hay entonces continuidad entre estos fines y los de la ciencia? Una diferencia que podemos apreciar es que la ciencia carece de fines normativos, es decir, no pretende establecer lo que debe ser la realidad, sino solo cómo es de hecho y por qué es así, aunque eso no quita que el conocimiento de ciertos hechos pueda ser relevante a la hora de sustentar o modificar nuestras normas epistémicas, sociales, morales o de otro tipo. Y tampoco quiere decir que en la investigación científica no estén implicadas cuestiones axiológicas. Pero ese es otro tema que nos llevaría muy lejos.


Además de este carácter no normativo, pueden señalarse otras diferencias claras entre la ciencia y la filosofía. Por ejemplo, la mayor radicalidad (de raíz) de la filosofía. Esto último no debe entenderse como si la ciencia no se hiciera preguntas fundamentales, sí que las hace, como cuando trata de averiguar el origen del universo o el origen de la vida, sino únicamente en el sentido de que la ciencia no cuestiona en principio sus presupuestos, mientras que la filosofía lo hace hasta llegar a los cimientos de sus propias pretensiones de validez. También es bastante evidente que en la metodología hay diferencias importantes. En la ciencia solemos encontrar, aunque no en todos los casos, un alto grado de matematización y de experimentación, cosa que es extraña en filosofía. No se trata, sin embargo, de una diferencia absoluta. Algunas partes de la filosofía recurren al lenguaje formal de la lógica y la matemática y, de forma mucho más indirecta y pausada que en la ciencia, también las ideas filosóficas se confrontan con la realidad a través de la experiencia y con los resultados establecidos por la investigación científica. Así, algunas tesis metafísicas, como el mecanicismo, el dualismo mente/cuerpo, o la negación del pensamiento animal, terminaron siendo abandonadas porque se habían tornado insostenibles ante lo que mostraba el desarrollo de las ciencias. No obstante, hay que admitir que la contrastabilidad empírica no es un requisito exigible en la filosofía, mientras que sí suele serlo en la ciencia.


En resumen, la ciencia y la filosofía son discursos distintos, pero no opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Las ciencias incluyen supuestos filosóficos que no tematizan ellas mismas y pueden recibir un análisis filosófico fructífero y la filosofía necesita de conocimientos empíricos bien establecidos para no pensar sobre el vacío o para no hacer propuestas que ya se han mostrado como inviables. Entre sus fines hay similitud y complementariedad y entre sus métodos hay diferencias, pero no absolutas. 

 

 2)

La belleza como destino (*)

 

FEDERICO SORIGUER

Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias

 

Muchas de aquellas representaciones plásticas, nacidas de la imaginación de nuestros ancestros en las profundidades de las cuevas, eran ya objetivamente bellas

 

 


                                                 La belleza como destino

 

En todos los lugares del mundo, mucho antes de que inventaran la escritura, los humanos han expresado sus ideas, sus emociones, de una manera plástica. El término "artes plásticas" es reciente, aparece a principios del siglo XIX referido a la pintura, la escultura, el dibujo, la arquitectura, el grabado, la cerámica, la orfebrería, la artesanía. En sentido amplio por plástico se entiende aquello que se puede modelar, modificar, permitiendo su conservación y su forma. Hoy la palabra plástica es ubicua y lo mismo se aplica al dinero (de plástico) que a los explosivos (plásticos). 


En biología y medicina ha hecho fortuna e identifica la capacidad de los cuerpos para adaptarse a los cambios en el medio ambiente sin tener que esperar a los lentos mecanismos de adaptación darwinianos. Por ejemplo, si un niño es pobremente alimentado crecerá poco porque así reduce sus necesidades calóricas y tendrá más probabilidades de sobrevivir si persiste la escasez de alimentos. La plasticidad corporal es una propiedad biológica al servicio de la supervivencia de los individuos (y en ocasiones de la especie). Este tipo de plasticidad es común a todos los seres vivos incluido el hombre. 

Pero hay también una plasticidad cultural, que es específicamente humana. Y es a esta plasticidad cultural a la que nos hemos referido al comienzo de este articulo y que puede ser rastreada filogenéticamente tal como se puede hoy rastrear la filogenia corporal. Porque lo que separa de manera radical a la evolución humana del resto de los seres vivos es la aparición, en un momento determinado de su historia, de algo que mucho más tarde estos mismos humanos llamarían creatividad. 

 

Es decir, por un lado, la capacidad de resolver problemas de manera diferente de acuerdo con el contexto en el que estos problemas se presentan, y de ser capaces de inventar mundos imaginarios, simbólicos, que en realidad no existen. La imaginación, se convierte en la propiedad distintiva de la evolución humana. Junto a la inteligencia, claro, a la que se ha prestado toda la atención, junto a los sentimientos, ignorados hasta hace no demasiado, pero ahora ya, justamente recuperados y colocados en el lugar que les corresponde como motor de la historia humana. Pero junto a ellos y en el mismo nivel, quizás antes, quizás simultáneamente, la imaginación fue el motor que permitió a los humanos dar el gran salto adelante. 

Una imaginación capaz de crear mundos que no podían ser sino imágenes (¿qué otra cosa podía salir de la imaginación?) del mundo real. De esta forma, en un momento determinado de la evolución, los humanos construyen, paralelo al mundo real, mundos imaginarios que ya nunca le abandonarían. A partir de ese momento, ahora definitivamente demediados, los humanos comienzan una conflictiva carrera hacia el futuro. Por un lado, el cuerpo que evolucionará de manera lenta, siguiendo las leyes de una evolución prefigurada por Darwin, por otro la tecnología y la cultura, que, aunque exosomáticas son tan corporales como el corazón o los riñones y cuya velocidad de cambio nos han traído a uña de caballo hasta aquí, y en tercer lugar todos esos mundos imaginarios cuya capacidad de influir en el mundo real, aunque bien conocidos desde siempre, nunca se les ha prestado la debida atención. 


Unos mundos imaginarios que fueron ya expresados en el paleolítico y en el neolítico por nuestros ancestros, hombres y mujeres, pues hoy comenzamos a saber que muchas de aquellas figuras prehistóricas, fueron hechas por mujeres. Y lo fueron, desde el primer momento, de forma plástica en las paredes de las cuevas, en las cerámicas, en los relieves de piedra, en los tatuajes del propio cuerpo, en las vestimentas. De muchas de estas manifestaciones su utilidad se desconoce, aunque es probable que estuvieran al servicio de la comunicación con esos mundos inexistentes nacidos de su imaginación, cuando no de intentar controlar al genio que una vez salido de la botella no se sabe cómo hacerlo volver. Pero lo sorprendente es que muchas de aquellas representaciones plásticas, nacidas de la imaginación de nuestros ancestros en las profundidades de las cuevas, en los abrigos rocosos, en tantos sitios, eran ya objetivamente bellas. Lo que nos lleva a una interesante conclusión. La belleza, la búsqueda de la belleza, consciente o no, esa belleza plástica que ya en el siglo XIX, como adjetivo, identificó a las artes plásticas, debió aparecer muy pronto en los albores de la humanización. Junto a la inteligencia, las emociones, la moral, y la imaginación... la búsqueda de la belleza. Una hipótesis que, de no ser cierta, merecería serlo.

 

 

Artículo publicado en Málaga Hoy el 29 de enero de 2023

https://www.malagahoy.es/opinion/tribuna/belleza-destino_0_1761423957.html

 

3)

 Culpable de herejía

Si la supremacía de las sensibilidades particulares se extiende a toda colectividad susceptible de sentirse oprimida y ofendida, la libertad de expresión quedará restringida a campos como la numismática o la microbiología

 

  • ANTONIO MUÑOZ MOLINA. Publicado en El País



 

En nombre de la diversidad te pueden someter a los criterios de una religión de la que no eres creyente

En el seminario de no ficción que yo daba cada lunes tocaban esa semana las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro. Era un grupo de 20 estudiantes, mujeres sobre todo, y cada sesión semanal de lectura en común, en un aula sobre caldeada de la Universidad de Nueva York, creaba un ámbito de fervor compartido y variado por los libros. Pero ese lunes, apenas empezada la clase, una alumna levantó la mano con expresión severa y me dijo que no podía participar en el debate porque se negaba a leer ese libro, tan machista que era un insulto para todas las mujeres. Creo que los demás estudiantes se quedaron tan intrigados como yo. 

 Prosas apátridas es uno de esos libros raros y anfibios que no pertenecen a ningún género, una secuencia de divagaciones fragmentarias en las que predominan, como siempre en Ribeyro, el desamparo y el humor, una melancolía de peruano en París que ha conocido a fondo el desengaño de ese sueño peculiar del escritor latinoamericano en París. Le pedí a la alumna ofendida que nos mostrara esas muestras de machismo tan graves que no le habían permitido continuar la lectura. No buscó las páginas en el libro, quizás para evitarse el sufrimiento. Habló de un pasaje en el que Ribeyro cuenta que mientras escribe oye a su mujer haciendo algo en la cocina.

 No tengo ahora mismo a mano las Prosas apátridas. Pero recuerdo que en la clase buscamos ese pasaje y lo leímos en voz alta. Nadie más, varón o mujer, le había dado ninguna importancia a ese detalle episódico. En una generación latinoamericana de masculinidades literarias más bien hipertróficas, Julio Ramón Ribeyro destaca precisamente por su inclinación a lo en apariencia menor, ajena del todo al retumbar de lo épico y lo originario. Hombre tímido, sentimental, solitario, de salud débil y éxito escaso, Ribeyro no incurrió nunca en la clase de exhibicionismo de proezas eróticas que vuelven tan embarazosos algunos pasajes de las novelas de sus contemporáneos más célebres. Y aunque no fuera así: personas adultas, comprometidas con el oficio de la literatura, ¿de verdad no pueden sobreponerse al sufrimiento de leer algo que les resulta desagradable, o incluso que pueda ser objetivamente ofensivo?

 Aquella clase continuó, como otras veces, con ese aire de fraternidad que provoca el fervor compartido por un libro. Tal vez contagiada a pesar suyo, la alumna herida, que era colombiana y cordial, acabó reconciliada con Ribeyro. Y en cualquier caso, incluso si la alumna hubiera hecho una protesta formal, lo sucedido no habría tenido consecuencias desagradables para mí, profesor ocasional con una vida propia ajena a la Universidad, y por lo tanto inmune a los peligros que las acusaciones de estudiantes o incluso de otros colegas ofendidos por algo pueden desatar en una atmósfera en la que la libertad de expresión y de cátedra es tan insegura como la presunción de inocencia.

 Me he acordado de aquel incidente leyendo en The New York Times la historia de Erika López Prater, profesora adjunta de Historia del Arte en un pequeño college de Minnesota, Hamline University, que perdió instantáneamente su puesto y su trabajo y su buen nombre, y se ganó una mala fama de islamófoba y racista, por mostrar en una clase una miniatura persa del siglo XIII en la que está representado Mahoma. En las fotos, Hamline University parece uno de esos apartados monasterios civiles o ciudadelas del conocimiento en los que uno puede imaginarse a sí mismo consagrado durante largas temporadas al estudio de algún saber peregrino y valioso, perdiéndose con felicidad entre los anaqueles de una de esas bibliotecas abiertas hasta medianoche, como el profesor Pnin de Nabokov, que se nutría de sus volúmenes eruditos como una ardilla de las bellotas atesoradas en su madriguera invernal.

 La realidad, como sabemos, puede cebarse sin misericordia hasta con las fantasías más modestas. En ese campus de árboles centenarios y claustros neogóticos, la profesora Erika López Prater había logrado un puesto precario, con sueldo bajo y una expectativa laboral que no iba más allá del siguiente semestre, muy lejos del tenure soñado, la plaza en propiedad que en el ámbito ruinoso de las Humanidades es un privilegio cada vez más inaccesible. Pero además cometió la imprudencia de preparar todo un curso sobre las imágenes de los fundadores o profetas de las grandes religiones, incluidos Buda y Mahoma. A Buda se le ha representado muchas veces como una ausencia, una hornacina vacía, el molde de una huella en la arena, un parasol que no cubre a nadie. La tradición musulmana, como la hebrea, proscribe las imágenes, por recelo de la idolatría, y en particular la de Mahoma. Pero ninguna tradición duradera y extensa es del todo uniforme, y existe toda una escuela figurativa de arte piadoso musulmán, manifestado sobre todo en la iluminación de manuscritos, en la Persia medieval y luego en la India.

 La imagen que la profesora López Prater eligió es de una extremada delicadeza, de una piedad entre sofisticada y cándida, como la de un devocionario europeo de la misma época. López Prater, consciente en parte del terreno que pisaba, avisó con tiempo a los estudiantes matriculados en el curso, por si acaso alguno prefería ausentarse cuando se proyectara la imagen. Volvió a hacerlo un momento antes de mostrarla.

Nadie puso ninguna objeción. A las pocas horas, una alumna cursó una denuncia ante las autoridades universitarias. Mostrar la imagen del Profeta era un acto de islamofobia, y también de racismo, y de sexismo, porque esta estudiante tan dolida, que no podía contener las lágrimas cuando protestaba, era una mujer negra y musulmana de origen sudanés. Al día siguiente, sin aviso alguno, la profesora culpable estaba despedida. 

 Un alto cargo de la Universidad afirmó que mostrar en clase una imagen de Mahoma equivalía a defender la bondad de Hitler. En una declaración oficial, el Rectorado aseguró, literalmente, que el respeto a la sensibilidad de los estudiantes musulmanes estaba por encima de la libertad de expresión. Cabe especular que, si esa supremacía de las sensibilidades particulares se extiende a toda colectividad susceptible de sentirse oprimida y ofendida, la libertad de expresión quedará restringida a campos como la microbiología o la numismática. En las universidades, no solo las americanas, el alumno es un cliente más que un estudiante, que paga no por el esfuerzo de una educación, parte de la cual consistirá en el encuentro con ideas o experiencias nuevas, y por lo tanto sorprendentes y hasta perturbadoras, sino por el halago de su autoestima siempre frágil, y por una credencial que, si es lo bastante exclusiva, le asegurará la pertenencia a una casta de privilegiados.

 Fue en vano que de inmediato aparecieran pruebas de que el escándalo contra la herejía de López Prater no era unánime: resultó que había profesores y alumnos musulmanes que se declaraban ofendidos y otros que no; hasta unos cuantos, honrosamente, han salido en su defensa y han recordado que la decisión de dar un curso sobre arte medieval musulmán es una muestra del interés por expresiones culturales y estéticas que hasta hace muy poco solían quedar ignoradas por el eurocentrismo de la historia del arte. Da igual. En nombre de la diversidad te pueden callar la boca y someterte a los criterios particulares de una religión de la que no eres creyente, aunque seas ciudadano de un país oficialmente laico. Es muy probable que la profesora López Prater no vuelva a dar clase nunca. Y habrá otros que aprendan la lección. Nunca es más eficaz la censura que cuando se ha vuelto innecesaria.

 

 

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