Elogio del relativismo. F. Soriguer

Hace unas semanas se publicó en Diario Sur este artículo de Federico Soriguer que os transcribo.

https://www.diariosur.es/opinion/elogio-relativismo-20210907000113-ntvo.html?gig_actions=sso.login&gig_enteredFromComponent=fromLoginClick



Elogio del relativismo


LA TRIBUNA. Diario Sur


He aprendido más teología navegando bajo la curva de Gauss (la famosa campana) que con tantas homilías laicas o religiosas sobre la verdad


FEDERICO SORIGUER

MÉDICO Y MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS





El relativismo no tiene buena prensa. Pero lo contrario del relativismo no es lo indubitable, cuyo antónimo es lo incierto, sino el subjetivismo. Relativizar algo es condicionarlo. Es decir, cuantificarlo en su justo término. 

La pandemia nos ha obligado a comprender qué cosa es la frecuencia relativa. No son lo mismo 1.000 casos de Covid en Cabra, el pueblo donde nací, que en Málaga. En el primer caso la frecuencia relativa es 0,04 y en el segundo 0,002 lo que significa que en mi pueblo el riesgo relativo hubiera sido 20 veces mayor. Esto lo entiende cualquiera pero durante muchos meses hemos visto como unos y otros se echaban los valores absolutos a la cara. Hoy esto ya no ocurre y, sinceramente, algo ha ganado la conversación sobre la pandemia, aunque el subjetivismo militante prenda de nuevo en cualquier momento y con cualquier otra causa. La ciencia, el más poderoso instrumento que los humanos nos hemos dado en la búsqueda de la verdad, es relativista. Es relativa a la realidad. Si las teorías no son capaces de explicar los hechos a los científicos no se les ocurre cambiar los hechos sino las teorías. 


Para los subjetivistas, entre los que militan hoy demasiados políticos, si una teoría no se ajusta a la realidad, no se cambia la teoría sino que se intenta cambiar la realidad. Para el relativista la verdad es importante. Para el subjetivista su verdad es lo que importa. Para el relativista la verdad es una búsqueda sin término (Popper) cuyo mayor peligro es la creencia de haberla encontrado. El subjetivista cree, el relativista duda. Desde luego hay cosas ciertas como que Bélgica no invadió Alemania en la segunda guerra mundial (Simón Leys). Pero estas certezas no deberían deslumbrarnos. La verdad no nos hace libres. Lo que nos hace libres es la búsqueda de la verdad. 


La verdad política, religiosa, amorosa, o de cualquier otra naturaleza puede llegar a poseernos, esclavizarnos y hasta llegar a convertirnos en potenciales suicidas o asesinos (Maalouf). Si me permiten la confidencia yo he aprendido más teología navegando bajo la curva de Gauss (la famosa campana) que con tantas homilías laicas o religiosas sobre la verdad que he soportado a lo largo de mi vida. Cuando alguien quiere zanjar una discusión es frecuente que eche mano de Machado, quien pone en boca de Juan de Mairena la famosa sentencia de «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». Pero casi nadie continua leyendo, pues Agamenón dice: «Conforme». Y el porquero dice: «No me convence». No, no era la misma para Agamenón que para su porquero porque ambos tenían dos realidades muy diferentes.


 Solo los fanáticos creen estar en posesión de la verdad. Don Juan Valera en sus 'Cuentos y chascarrillos andaluces', cuenta la historia de cómo en la pedanía de Olías, con motivo de algunos desastres que habían ocurrido, andaban muy preocupados por la verdad y al no encontrarla solicitaron ayuda al Consistorio de la capital. Tras mucha deliberación el pleno del Ayuntamiento de Málaga envió la verdad a sus vecinos metida en una preciosa orza de barro. Con gran expectación y ante todo el pueblo el alcalde de Olías abrió la orza, olió su interior, metió el dedo, se lo llevó a la boca y aguantando el asco, grito con júbilo a los asistentes: ¡es la verdad! ¡es la verdad! Los hombres y mujeres de una pieza no cambian, no se equivocan, no dudan aunque la verdad huela, como en la historia de don Juan Valera. 


¿Qué hacer pues con la duda y las certezas? ¿Cómo gestionar la necesidad de verdad que tanto tienta a los humanos? Ya en 1549 los españoles con los portugueses fueron los primeros occidentales en Japón. Allí estuvo el jesuita San Javier y también otras órdenes religiosas, y allí llevaron sus diatribas teológicas, las mismas por las que aquí en España llevaban siglos a la greña. Cansado de escucharlos el emperador mandó a su secretario la orden de hablar con ellos para que se pusieran de acuerdo. «Señor, les conozco y no van a ponerse de acuerdo». «Pues dígales -insiste el emperador- que si no lo hacen los encarcelaré». «Señor, les conozco y ni así renunciaran a la polémica». Cansado, el emperador insiste: «Pues dígales que les cortaré a todos la cabeza». El secretario, abatido, contesta: «Ni así señor se callarán». Tras una larga pausa, el emperador da una última orden: «Vaya y dígales que, por lo menos, disimulen». Seguramente a todos nos iría mejor si le hiciéramos caso al emperador de esta historia que leí en 'Los bastardos de Voltaire' (Ralston), historia que además me sirvió para recordar donde estábamos los españoles en el siglo XVI. Una historia que no por ignorada es menos cierta. Que una cosa no quita la otra.



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