Los demonios. Walter Gallardo

Los demonios


Walter Gallardo


Publicado en La Gaceta. Tucumán. Argentina



                                                                  Gazatíes hambrientos solicitando comida

“Por más que miro, no veo ¿Nos hemos extraviado?”, se preguntaba en sus versos Aleksandr Pushkin. De inmediato, ensayaba una respuesta poco consoladora: “El demonio, según creo, es quien nos ha trastornado.” Y ya casi convencido, volvía a desfallecer en la duda: “¿Cuántos son? ¿Quién les empuja que es tan triste su cantar?” Releyéndolo, puede uno traer a este tiempo aquella zozobra del siglo XIX y sentirla cercana, así como sucede con esas notas musicales que a poco de tararearlas reconstruyen sin esfuerzo la canción entera en la memoria; en las circunstancias que vivimos, y no por azar, esas palabras del gran poeta ruso podrían formar parte del estribillo en la banda sonora de una tragedia televisada en directo, esa que representa a una especie, la que presume de inteligencia, ardiendo en la hoguera de la intolerancia, el odio y la desigualdad.


El pasado se repite. Como si la historia fuera un compendio de ironías y sarcasmos, de tarde en tarde se agita contra quienes la creen conquistada y decide vestirse de pasado, repitiendo episodios tenebrosos, empeñada en que la humanidad un día tenga la modestia o el pudor de mirarse en el espejo para advertir su propia estupidez. Hoy, del mismo modo que hace ochenta o noventa años, nuestro planeta vuelve a estar en manos de liderazgos enfermos, de megalómanos crueles, borrachos de vanidad y poder; de arbitrarios personajes que han renunciado a la empatía, al remordimiento y al buen sentido, o simplemente al sentido común; especímenes a los que casi nadie ofrecería amistad, presentaría a su familia o querría ver sentado a su lado en la oficina por un miedo fundado a la traición. 

Sin embargo, a pesar de lo ya conocido y experimentado, también los actuales líderes con más poder en el mundo, como los de entonces, cuentan con un inexplicable respaldo popular, ciego y humillante, hijo de la incertidumbre, el miedo y, en gran parte, de la ignorancia.


Y ocurre pese a que se cuenta con abundante información de la crisis existencial de aquellos años. En efecto, al revisitar documentos gráficos y audiovisuales y luego mirar alrededor, no podemos evitar la pregunta de por qué hemos aprendido poco o nada de aquellos escombros morales. En principio, parecía que la lección había sido asimilada. Pero este malentendido no hace más que confirmar que el ser humano puede ser a la vez su reivindicación o su catástrofe. Como se sabe, pasados los conflictos de la primera mitad del siglo XX, y contar los cadáveres por decenas de millones, las potencias tanto triunfantes como perdedoras admitían haber identificado sus mortales errores. Así se pudo llegar a grandes acuerdos para la creación de organismos e instituciones de la importancia de Naciones Unidas, la Unesco o dar los primeros pasos para constituir lo que hoy se llama Unión Europea. Todas ellas tendrían el sentido fundacional de resolver los problemas de manera civilizada, de garantizar los derechos

humanos y promover el progreso económico y social.


A partir de allí, y como resultado de unas mínimas reglas, se abriría uno de los períodos más prósperos y exitosos de la historia contemporánea. Se le llamó “Estado de Bienestar” (“Welfare state”, en su denominación original)y estuvo basado en la estructura de pactos que aseguraba al ciudadano de que no estaría desamparado y que tendría siempre una mano tendida para sus iniciativas y desarrollo; una garantía no sólo para un sector de la sociedad, porque si así fuera se parecería a la caridad o a un privilegio, sino para el conjunto, utilizando una fórmula universal: poner a disposición de todos, pobres y ricos, la asistencia social y servicios públicos de calidad.


Aquel cambio de rumbo logró, en solo una generación, que se pasara de la ruina económica y el abatimiento moral a construir en los años 60 una sólida clase media; una clase media a la que el primer ministro británico Harold Macmillan le decía con orgullo y mucha razón: “Nunca han vivido ustedes tan bien”. La meritocracia, tan cacareada hoy, consistía en crear las

condiciones para que todos pudieran acceder a las instituciones y beneficios hasta entonces reservados a la élite. La educación, sobre todo, actuaría de ascensor social.


Paradójicamente, como señalaba el historiador Tony Judt, la idea de compensar las cargas y distribuir con justicia los ingresos no había comenzado desde la abundancia sino desde la escasez. Un buen ejemplo fue la puesta en marcha del sistema de salud británico en 1948, el NHS (National Health Service), gratuito e igualitario según sus premisas, en un país en bancarrota y sometido al racionamiento; sistema modelo para los que más tarde se crearían en Francia o España, dueños de un indiscutible prestigio actualmente. El mismo espíritu acompañaría a la cultura: surgirían en Gran Bretaña el Royal Ballet o el Arts Council con el declarado propósito de “elevar el nivel de los gustos populares en vez de limitarse a

satisfacerlos”; y con igual determinación se apoyó el sostenimiento financiero de corporaciones como la BBC o la asignación de más fondos a museos, cuerpos estables de arte dramático y orquestas nacionales.

Pluralidad ambiciosa y horizontal. Con esta forma de entender la política, se llegó a edificar un gran esquema de convivencia desde el consenso basado en el bien común y en la convicción del modo en que se quería vivir. Se consiguió así multiplicar las oportunidades, atraer a las mayorías hacia la democracia y cerrar el paso a las ideas delirantes y totalitarias del fascismo.Y, con ello, demostrar que el bienestar no es una utopía sino algo posible para todo el arco social.


Pero esto, sin duda, ha cambiado; y tanto, que al enumerar aquellos logros desde el momento actual causa, como mínimo, un profundo desasosiego.

Se han roto las reglas de los antiguos acuerdos y se ha vuelto a un estado de convivencia salvaje. Nada de lo que se firma sirve al minuto siguiente y quienes lo firman lo saben por anticipado; la mentira generalizada borra las fronteras entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal; el discurso político, notoriamente escorado a la derecha, exalta el odio contra los que luchan con pocas armas para defenderse, entre otros, los pobres, la gente mayor, los inmigrantes, las mujeres independientes o los homosexuales; se han convertido la inequidad en política social y el atropello a los derechos más fundamentales en un detalle menor, aunque signifique condenar a pueblos enteros al hambre o a la muerte. Y todo ello, curiosamente, usando como escudo la palabra libertad con exageración y cinismo, en un ambiente donde predominan la falta de certezas y, sobre todo, se impone el miedo al futuro, incluso a ese futuro tan inmediato como el día de mañana.


Como contrapartida, quienes hoy defienden ideas nobles recuerdan al profeta Jeremías, aquel hombre justo al que nadie escuchaba. Por lo cual no es de extrañar que los regímenes democráticos muestren el mayor deterioro de los últimos 50 años, según un informe reciente del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral; o que un total de

94 países hayan retrocedido en aspectos claves del sistema, como la libertad de prensa (más de 200 periodistas fueron asesinados solo en Gaza), la independencia judicial y la credibilidad electoral. Y como conclusión, su secretario general, Kevin Casas-Zamora, señala que Estados Unidos es “uno de los problemas más graves” para la democracia en el mundo. “Lo que está

pasando allí legitima la conducta de muchos líderes autoritarios”. Y como ejemplo menciona al inefable presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en cuyas cárceles murieron más de 400 personas desde que implantó el estado de excepción.


¿Cuándo se detendrá esta carrera hacia el abismo? Sin dudas, no antes de que los apoyos populares a los liderazgos desequilibrados cambien de rumbo y emprendan el viaje de regreso a la sensatez. Mientras tanto, seguirá sucediendo algo parecido a lo que relata el pasaje bíblico que Dostoyevski incluyó como epígrafe en su novela Los demonios, la más política de sus obras maestras: “Había allí, paciendo en el monte, una gran piara de numerosos cerdos. Los demonios le suplicaron que le permitiera entrar en ellos y él se lo permitió. Salieron, pues, de aquel hombre los demonios y entraron en los cerdos; y la piara se arrojó con gran ímpetu al

lago por un precipicio y se ahogó”.


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